jueves, 19 de febrero de 2015

Fabio - Ian Cardoso

Años alejado de las letras y ahora, por una materia de literatura las recordé.
Humildemente lo comparto, advirtiendo de lo evidente del reciclaje literario. El corto plazo para finalizar la obra, me llevó a tomar prestado fragmentos de obras mías, algunas ya terminadas y otras que jamás vieron la luz. Aquí, la tragedia del desafortunado Fabio, a quien el amor, y la locura no le ofrecieron piedad.


(Fabio en alguna plaza pública, mirando la multitud desde una banca blanca)
     ¡Lo escandalosa que resulta la lengua de aquellos con el corazón seco! ¡De qué manera disfruté, cuando niño, las tardes en este repulsivo lugar! Entonces no entendía de dolencias. Ahora ¡Ay, cómo sufro contemplando el hórrido espectáculo ante mis ojos! De todas esas almas que por montones se pasean frente a mí ¿una sola sufre como yo? O por lo mínimo ¿alguna ve lo que yo veo?
     Me siento tan mal por ellos: asquerosamente ingieren alimentos dejando ver los bocados entre las carcajadas que su bajo humor les provoca. Allá al fondo, un trío de futuros delincuentes rayan con palabras obscenas los monumentos, y la multitud entera no hace más que caminar de un lado a otro despojados de sentido alguno, cargados de indiferencia. Tengo la impresión de que realmente existen sólo por existir, desperdiciando sensibilidad y sentimientos; todo lo que los hace humanos
     Luego, los desdichados habitantes de la calle en la arboleda, detrás mío, que se ven obligados a escarbar en los basureros y defecar en los parques. Y los timadores que, valiéndose de su vulgar oratoria, engatusan a la gente hasta lograr robar dinero o pertenencias a las distraídas víctimas. Seguro todas estas personas merecerían, sólo por ser y haber nacido, transformarse en hermosos modelos de cristal, pero de ser así, ¿A cuantas, si tuviera yo la malvada oportunidad, dejaría caer y romperse con sumo placer? Sin duda, a la mayoría.
     Es el vulgar y somero sentir de la gente lo que me aqueja, sin embargo, la ironía se hace presente: he nacido gracias a la unión superficial, a uno de los frecuentes arrebatos de pasión desmedida en consecuencias, de una ilusión, en vez de verdadero amor. ¡Nacer o no nacer, no resulta en cuestión de derechos! pensar en los posibles sufrimientos del individuo próximo a tomar su estorboso lugar en este mundo es, más bien, la obligación de los infortunados futuros padres.
     Yo, me abandono desde niño en la soledad con mis amadas letras, pues son ellas las que logran mi arrepentimiento cuando, atormentado por la incertidumbre de mi existencia y sin más ánimos que el de por fin descansar, caigo en el pensamiento que me incita a crear mi propio y apresurado final para esta tragedia.
     He encontrado, aunque no recientemente, refugio también en la música. Haydn, Liszt, Chopin y Rachmaninoff me recuerdan que lo bello viene siempre con pensamientos siniestros. Que lo sublime se torna hórrido, tan fácil como el adagio se torna presto para hacer hervir la sangre y estallar las sienes. Tronidos graves y majestuosos que imponen taquicardias, marchas fúnebres que parecieran haber sido escritas sólo para mí.
     Una solitaria y aislada vida, de todos aquellos que me propicien dolores. De desear ser totalmente sordo para el exterior. Todos los días, en mi estancia, ardo temeroso en el aquelarre, leo de política junto a los cinco hombres de rostro deforme y, mi recreación predilecta antes de la sesión de piano: devorar al hijo de Saturno con la mirada perdída, ojos inyectados con melancolía y destrucción. Goya me susurra cada noche que, la fantasía abandonada por la razón, produce monstruos imposibles. A mí cada vez me sobra fantasía y me falta la razón. 

(De los diarios de Fabio, Fechado Enero 27.) 
     El gusto floral del primer café hoy sorprendió al paladar. El croissant era especialmente crujiente. Me vistieron minuetos. Fue el día diferente. ¿Quién iba a decirlo? ¡Un paseo por la alameda! Reflexiones al aire libre. La sobriedad del neoclásico de los palacios en la plaza siempre me organiza el pensamiento. 
     Fue sentado en una banca blanca donde celebré una espontánea conversación con la Señorita Elena Wolff, a quien por cierto, debo una taza de té para dentro de dos días. Me permito hacer aquí una anotación, pues no se encuentra en mis diarios tan extrañamente dulce nombre hasta ahora. A Elena Wolff la conocí hoy durante un paseo matinal. Haré la descripción pues quisiera mantener su imagen para, cuando viejo, vuelva por alguna melancólica razón a leer estos escritos. 
     Un cisne con el cuello y hombros tan blancos como el mármol del piso en la plaza; de piel en apariencia tersa y tacto suave, cabellos castaños debidamente arreglados haciéndose ver ondulados, y los ojos de miel. Tiene una boca pequeña, y labios ligeramente delgados a juego con sus finísimas facciones, a su vez acentuando la complexión delicada de su cuerpo. La punta de la nariz es redondeada; me llegó a conmover.
     Mademoiselle Elena Wolff es una joven afortunada. La vida le obsequió belleza externa y ella, no quedando conforme, se forma con dedicación el encanto interior. De su voz se percibe la gracia de lo especial; de lo diferente. 
     Entrados en conversación, caminando de fuente en fuente por la Alameda, me comentó de sus estudios musicales. ¡Recuerdo y me divierte! que bastaba una frase de sus labios para que la considerara yo como mujer perfecta: -Yo desde niña me regocijo en el estudio de piano- Me dijo. Estoy seguro de que no logré disimular mi sonrisa entonces pues, una de mis más grandes pasiones, ahora compartida con ella. 
     Afortunadamente, concretamos cita para después; el té será testigo de los eventos que entonces tengan lugar. No ocultaré mi interés por lo que pueda pasar. Hay algo en esa joven, algo diferente, algo especial. 
     Es de lo extraño de donde proviene la incomodidad, la pequeña espina que inquieta. Son las náuseas del aleteo, la belleza del alcatraz que invoca el recuerdo y el tiempo que no se apresura, lo que me lleva a encomiar la señera imagen que cada acorde me viene a traer. Arde el pecho y entiendo que dista de lo habitual. La experiencia me recuerda: la belleza viene casi siempre acompañada del peligro. Memorias del tierno beso en la despedida que prometió reencuentro y continuación.     
     Elena Wolff, quien no requirió flauta alguna para robarme el niño interior, viste nieve y la adorna el fuego. El mármol, vuelto suave por obra divina, hace el papel de su piel, y el ámbar le procura la visión. Si el destino me sonriera y tornase dorado, se diría de sus pies que son tan delicados como el terciopelo, pues no se esperaría diferente resultado de quien camina sobre el corazón más humildemente ofrendado a su andar.   
     Pienso entonces que de esta forma, Elena Wolff se ha convertido en la bella deseada por la bestia, en promesa de sueños eternos, en ángel y sirena. Que el baile del colibrí ejemplifique mejor que estas palabras el latir de un corazón que suspira y que anhela pronto escuchar, contemplar y amar al cisne.
 

(Fabio, dos días después de conocer a Elena, sobre un pequeño desnivel frente a el espejo en su habitación. Lo rodean empleados entre estilistas y sastres.) 
 
     Así es como vestiré con la mejor de mis ropas; me procuré al más hábil sastre. Contra reloj viene mi encargo parisino: el perfecto perfume para la ocasión. La habitación revolotea en movimiento; el estilista trabaja con maestría y ya llega el desayuno. Si el espejo me sonríe es porque el añorado día del reencuentro con Elena es hoy. 
     El florista y el perfumero, el cartero y mi consejero, sastre, zapatero y barbero, sommelier y mi cocinero; todos en coro, en una casi danza alrededor mío, sinfonía maravillosa; las trompetas, los oboes, clarinetes y trombones, el arpa, los violines; percusiones traviesas, sopranos preguntando y tenores respondiendo: ¡Hoy es el día! El alegre canto que potencia la ilusión de volver a verla. La orquesta que sigue a donde quiera a todos aquellos aturdidos por los arpegios del amor. 
     Me procuro perfección, y unas últimas sacudidas ajustan los moños, colocan los botones, zapatos lustrados y el pañuelo elegantemente doblado. 
     Fue elegido como punto de encuentro la misma banca blanca en la plaza pública. Sea entonces pronto ese mi destino, que ni un segundo más puedo estar sin verla, un minuto sería tortuoso y la hora impensable. Que no espere pues, mi bello cisne, si es que lo mismo que yo siento, por mí ella siente.
 
(El viento sopló, las madres llamaron a sus hijos a casa. Hubo parejas de amantes que almorzaron; después otras comieron, y otras más cenaron. El cielo azul fue púrpura, luego rojo, y finalmente la noche tendió su manto muy suavemente. Nuestro desafortunado Fabio abandona la banca blanca donde esperaba ilusionado la llegada de su amada; dejando abandonada una carta, a merced de una noche helada y un quedo viento. )

     El oscuro momento me concede pensamientos y visiones. Como que las gárgolas se mofan de mi desgracia; yo no las juzgo, ellas cada noche soportan de las estrellas, burlas por su monstruoso desaliño: es por eso su común sollozo. Y por aquella esquina, ¡Un serafín que huye de mí! Yo lo supongo hermoso, un ser tan bello y amado cuya mente no encuentra tortura alguna; pero sobre su hombro me mira y el horror me inunda. ¡Es que los ángeles también pecan! Son entonces del rostro desfigurados y al eterno llanto condenados. Mis ojos nublados me engañan: ven aquello terrible y lo transforman en el triste recuerdo.

(Carta de Elena para Fabio, encontrada abandonada en la banca blanca de la plaza)


     Hermoso Fabio.
     De aquel día recuerdo tu aroma con el poder para dilatar mis pupilas. Percibí ¿Miedo? Confieso que eso me enloqueció.
     Sueño desde entonces con las miradas que intercambiamos, ahogando demonios, deseos ocultos. Sonrisas tímidas desmembrando recuerdos; tú los míos y yo los tuyos hasta que para ambos existiera sólo el presente. Declamamos bellos diálogos con la palabra mientras nuestras miradas sostenían su propio lenguaje.
     Te recuerdo, con ojos turbados que me recuerdan a mí misma. Estuvimos tan juntos uno del otro, tu piel sin cicatriz alguna, y un cabello majestuoso, rizado y largo.
     Si tan solo me dieras más batalla... Quisiera fueras mi reto, mi dragón emplumado.

     Tomaré distancia y, sin que te des cuenta, mil y un veces rozo tus labios con los míos, me alimento de tu carne y guardo tu cadáver muy tiernamente en mi alma.
     Besos.
     Elena Wolff.


     Las palabras escritas de Elena en aquella carta abrazan y queman. Se tatúan en mi piel, cada palabra arañandome. Mis venas son son su hermosa caligrafía, y mi sangre la tinta grabada, imborrable, sobre mi piel.
     La habitación, que apenas en la mañana brillaba con música y alegres preparativos, es de nuevo oscura y deshabitada. Soy yo, y él. Ël y yo. Un espejo que a primeras horas del día hace sonriente a su dueño, y en las últimas le recuerda lo desdichado que vuelve. La mirada se fija en mis propios ojos forzandose hasta nublarse y deformar así el reflejo entero.
     Un vaso de agua en el buró que no calmó la sed, y la ausencia completa de sueño. Encontré la calma en el simple hecho de admirar mi reflejo; indescriptible, nublado, deforme. Demonios que sólo en los espejos logramos ver. De un arrebato de terror podía haber roto el espejo, pero me admiraba hermoso. Y destruir algo hermoso bajo la mirada de la luna sería algo terrible.
     Pero la imagen de la bella y delicada Elena no me abandona; la historia de amor que se torna tragedia y tristeza que torna mis lágrimas de carmín.
     Es un tierno consuelo.

(Obra inconclusa de Fabio, fábula encontrada entre los desordenados documentos de su despacho. Se sugiere que fue escrita a partir de la decepción amorosa sufrida por Elena.) 
     Una extraña ocasión , mi lecho sosteníame apaciblemente mientras me cobijaba lo oscuro. La noche apiadóse de mí y permitióme navegar una vez más en los océanos de mis fantasías.
     Me encontré después caminando hacia la cima de la colina -¿o es que iba yo de bajada?- ahí, donde el camino era delimitado en ambos lados por el Bosque de Pinos; las nubes, gustosas se paseaban sobre aquellos árboles de colosal altura pues, de esa forma procurábanse estos algodones vaporosos tiernas caricias por las puntas de los pinos concedidas. Y yo, ¡Cómo observé por vez primera el dorado astro sin que éste lastimárame la vista! He ahí el segundo beneficio que encontré de los frondosos pinos, beneficio esta vez para mí otorgado.
     En mi admiración por esa maravilla natural, rogué al tiempo concedierame licencia para andar por el bosque con sosiego, disfrutando de lo oculto entre los troncos, gozando con la compañía de sus inquilinos, respirando los aromas que sanan almas y contagiandome de la sabiduría antigua que se ha grabado en las rocas. Tomé pues, por afirmativa la respuesta del tiempo cuando borró de mi mente cualquier indicio de otra cosa, cualquier otro pensamiento, ajeno a lo que mis ojos veían, mis oídos percibían y mi piel sentía.
     Así fue como pronto hallábame rodeado de la magnífica creación: tocaba el suave musgo, y respiraba la menta del aire; oía los felices cantos de las aves, y escuchaba todo lo que mis emocionados ojos, frenéticos por ver mucho en una sola vez, no alcanzaban a ver. La densidad del Bosque de Pinos aumentaba con cada paso que hacercábame más al centro del mismo, y pronto, encontré a la ardilla, procurando resguardo para la bellota que acabó de conseguir, en un hueco de árbol.
     --Caminante, -díjome- no encuentro en tus ojos el rumbo que los hombres deben llevar. ¿Es que te encuentras extraviado? Presto puedo yo regresarte al camino fuera de éste bosque tan placentero a los sentidos del ocioso, para que te reunas con tus hermanos y trabajes siguiendo su buen ejemplo.
     --Cierto es que no llevo rumbo ahora, pequeña hija del bosque, como lo es también que no encuéntrome perdido. El tiempo me ha concedido licencia de andar en éste bosque tan tuyo como mío, para caminar, pues allá fuera debía correr; para cantar, pues en el camino debía gritar, y para amar, pues, sin el cobijo de éstos árboles, yo a todos odiaba, incluso a mí propio yo. Aprecio tu interés por devolverme al camino, pero no es lo que me interesa ahora. Aquí está bello, me quedaré un tiempo.
     --Sé de sobra que aquí está bello, así como también sé: ahora no es momento para tus placeres.
     --¡Si no es ahora ¿cuándo? mi hostigadora amiga! De mancebo pasaré sin haber disfrutado de ello ni un poco. ¡Cuán sencillo me resulta repartir culpas por mi desdicha!
     --Ya el tiempo te concedió licencia una vez. Y volverá a hacerlo cuantas veces se lo pidas pues él no es fatuo como lo es el amor o la belleza, que vienen y van a su propia voluntad, sin atender a nuestros ruegos; pero no por eso será benévolo, pues sus licencias tendrán cada vez más restricciones, hasta que fuera de las manos del tiempo quede tu caso.
     --Comprendo la mitad, la otra parte prefiero no comprenderla. -Respondí.
     --Anda con tus hermanos, trabaja arduo, llora sangre. Sufre. Que todo te será recompensado. Yo así de buen corazón te lo deseo.   
(Tachones y palabras ininteligibles a continuación. Páginas enteras de texto borrado. La divinidad como única testigo de lo que entonces pasaba por la mente de nuestro infeliz Fabio...)

(Fabio, de nuevo, frente a el espejo de su habitación) 
     ¿Por qué se agita? ¿Por qué no se calla? ¿es que en verdad mi deseo es que lo haga? Un niño sin palabras que por dentro lloraba, se fue con la promesa de un día regresar, ansioso, como verdugo, por atormentar y torturar. Elena, el cisne más bello del lago, lo devolvió, ella lo trajo de vuelta. Lo hizo hervir en furia y me arrojó a él como presa para las bestias.
     Un niño deshecho en llanto cuyos ojos ahora piden sangre que le tendré que dar, para que desde lo más profundo del poeta emane lo rancio, el hedor de lo podrido, lamentando entre las moscas, haber hecho las cosas mál. Acostumbrado al dolor, ese niño sanguinolento quiere matar al soñador; se mofa de mi ilusión, que desde luego, fue mi desgracia.
     Mi corazón se agita, no se calla. Desea que lo arranque de mi pecho, para obsequiarlo al cisne más hermoso y perfecto. La imagen del reflejo se hace vil y maligna, el cabello que se cae a mechones con tan solo el roce del viento, la piel que palidece, lo putrefacto se hace presente. ¡Se pudre! ¡Se pudre el poeta! ¡Muere el soñador! ¡Sufre el escritor! Ama y sangra, el cisne que lo cautiva, y luego lo lastima. Los muebles de la habitación bailan danzas grotescas mientras el piano enloquece. Es el viento quien lo toca, yo sólo admiro mi reflejo, ¡estrenduosas cacofonías! Arde el rencor, quema el miedo, la visión se empapa de rojo, el rojo temeroso.
     La experiencia no se equivoca, me escupe una vez más la enseñanza de toda la vida: la compañía de otro humano nunca es sincera y siempre es interesada; desde la compañía casual cuyo interés se vuelve evidente, hasta la compañía amorosa que encuentra su interés en la supervivencia individual.
     ¡Horrendo el reflejo! Aquí me mira, luego me grita, me mira una vez más, y después se mofa. ¡Carcajadas infernales! La piel alguna vez lisa y perfecta, se deshace ahora en gangrena, las cuencas oculares oscurecen con creces y una sonrisa aterradora se inyecta en mi mente, tal como lo haría un cuchillo. ¡Oh, las palabras de Elena! ¡Cuanta razón! Una sonrisa capaz de mutilar, desollar, y torturar.
     Regocijarse en otro corazón con el propio lleno de esperanza e ilusión, termina siempre en horrendos castigos para un mismo. Es la inevitable naturaleza humana en la que la avaricia o el egoísmo no deja cabida a lo tierno del amor. ¡Cómo mientras más grande es el corazón de un humano, más de estiércol se llena! Otro defecto de la creación, en el que gastamos la aparente escasa porción de amor cuando niños, para que nada quede una vez crecidos. Y mientras el amor, la más cavernícola de las emociones, siga siendo no más que instinto de supervivencia, yo me resigno a morir solo, abandonado a mis letras y mi arte; solo hasta que el hedor de mi cadáver advierta a los vecinos, solo hasta que los niños cuenten historias sobre el viejo loco que se encerró en su residencia sin comer, sin beber, sin dormir. Sólo, mirando mi reflejo eternamente.
     Me dirijo a mi despacho, desenvaino cual espada la pluma más agresiva que jamás empuñé, y la empapo con tinta de sangre. Rasguño y araño el papel. Escupo blasfemias, arrojo maldiciones; bien podrían ser dirigidas hacia mi mismo, pero a Elena Wolff no la puedo volver a ver. Podré eternamente desearlo, incluso podré arrancar el corazón de mi pecho con mis propias manos sin lograr así arrancar lo que siento por ella, sin embargo y por mantener la compostura mas no la cordura, jamás me rendiré a su búsqueda. La misiva que escribo lo detalla entre condenas y alabanzas, entre ruegos y reclamos.
     Un parpadeo me libera de la tensión después del último punto, y relajando la pluma, con la caligrafía más delicada de la noche, firmo al final: Te despido, Elena, con todo el amor de mi mundo. 


(Primera plana del periódico local. 31 de Marzo) 
     Esta mañana la ciudad despertó con la trágica muerte de Mademoiselle Elena Wolff, quien fue encontrada colgada del techo con una soga en su habitación. La evidencia apunta hacia un acto suicida llevado a cabo por la joven. La policía sigue llevando de cerca el caso pero se teme que no haya más que investigar. Hay un elemento en la escena que llama la atención, y es un espejo de cuerpo completo frente al cual la señorita se quitó la vida. Oficiales en la escena nos detallan -Es muy probable que mademoiselle Elena pasara extrañamente horas frente al espejo antes de colgarse a sí misma; lo interesante es un defecto (eso se cree) en la fabricación del espejo que lo vuelve ligeramente cóncavo visto exactamente desde el punto donde la joven realizó el desgraciado acto. Dicho defecto (se comprobó) deforma las imágenes mostradas. Pudo haber sido esa la razón, alimentada por los desórdenes de una mente joven, la que llevó al trágico final la vida de la señorita.- 


     Si bien leí la noticia cien veces, creerlo o no, no era lo importante. Se adivina que la intención de mis palabras no era acabar con la vida de ser tan hermoso. Mi cisne es pronto una figura de cristal, y dejarla caer al suelo pudo ser la lástima de la situación. De la cama me moví al piano. Mi majestuoso de caoba vidriada, y se escucharon los juegos de preguntas y respuestas, el dolor de casi una fantasía. Si las horas pasaron no se sintieron, bien fueron días, o años. Cuando la belleza me abandonó, naturalmente no lo noté; cuando la ciudad cambió, tampoco. Escenas nocturnas en el piano, y voces lastimeras recordando a Elena.
     Puede que muriera tocando el piano, reflejándome pútrido en el instrumento. Un día, de verdad creí estar muerto; porque sentía poder inhalar oxígeno como no recuerdo haberlo sentido jamás. Mi pecho no se sacudía en su acostumbrada agitación, y bien pude haber jurado que yo flotaba entre las nubes. Exento de cansancio a la vez que de ansiedades, me era extraña cualquier tipo de regular dolencia. Pienso que la delicada danza de la más suave pluma soltada por la más bella ave, al caer mecida por algún quedo viento, podría ejemplar mejor que estas palabras mi sentir de aquél día.
     No debe resultar entonces sorprendente mi negación a abandonar tal estado de sosiego. Sentía frotar mis cicatrices con el ungüento del alivio, y los recuerdos parecían neblina. ¿No había buscado incansable tales sensaciones? ¿o simplemente Las Sensaciones, cualesquiera que fuesen? Como, cuando niño, observaba por prolongado tiempo la llama de una vela, su provocadora danza y las gotas de cera caliente; esas gotas tenían en particular mi atención, y solía empapar las llemas de mis dedos con aquel líquido hirviente buscando sentir algo; no me refiero al ardor en la piel, sino, a través de este, entrar en contacto con aquello que fue, para dejar de serlo, y rozar al fuego que, en su brutalidad, quema y destrulle al intentar amar. 
 ¡Oh, era maravilloso! ¡Inexplicable! Porque no sabía si sentía lo hermoso, o había dejado de sentir lo horrendo. ¿En realidad había muerto? ¿Es que así se siente morir? Después de todo, y al final de día, morimos para descansar; pero no necesariamente de toda una vida porque habrá situaciones que fatiguen nuestra alma incluso más que los mismos años.
     Pero ¿qué esperar al dejar de existir, sino seguir existiendo de otra manera? ciertamente yo soñaba que un muñeco de nieve cargaría mi cuerpo en sus brazos y me llevaría a ver las maravillas blancas de tal o cual mundo; o que navegaría sobre una lanchita en un mar gris para siempre. ¿Por qué no podría cada quien esperar su propio eterno final para así dejar de temer? Yo intento eso y me resulta en tiernos consuelos para mí mismo. Así fue entonces como, ese día, desee llegar al final, experimentar más allá de todo lo que había experimentado. El egoísmo no es sorprendente en el corazón humano, así que me pareció algo superfluo considerarlo. Ese día, desee estar muerto.
(Fabio, sale de la escena, dejando su cuerpo tendido, como dormido, en el suelo. junto a su piano).
 
Iän Cardoso, 2015. Pto. Vallarta, Jalisco, México.