viernes, 6 de julio de 2012

No sé por qué, no sé para qué, y no sé para quién - Iän Cardoso

     El viento soplaba con mucha fuerza. Parecía que no era yo quien controlaba mi modesto barco de madera, que flotaba en el cielo. Sí, en el cielo, entre las grises nubes. No obstante de la altura a la que volaba, podía sentir la briza marina del huracán por debajo mio. Un par de gruesas cuerdas con anclas se golpeaban entre sí en el exterior de la canasta donde apenas podía sostener firmemente mis piernas. Todo estaba muy oscuro, aunque era iluminado de momentos por los estruendosos relámpagos que parecían querer golpearme.
     Mi cabello, negro, rizado y largo hasta los hombros, estaba entonces empapado por la lluvia. De reojo lo miraba cuando se me echaba a la cara. ¡Cómo luché por seguir con el control de las riendas del barco aéreo! Sentía cómo se balanceaba de un lado a otro y lo único que podía hacer era seguir esquivando los relámpagos que, con su luz, me permitían ver la gran altura a la que me encontraba. ¡Oh, cuán cansado me sentía! No creía poder soportar más.

     Levanté la mirada y vi un gran acantilado a lo lejos, una gran montaña de roca a la que las olas intentaban derribar golpeando violentamente, y sobre ella, una columna con una luz giratoria que alumbraba los alrededores. ¡Era un faro! como los que usan para guiar a los barcos en la oscuridad, sin embargo no pienso que hubiese algún barco en el mar, pues las agresivas aguas lo habrían arrastrado hasta sus entrañas a la misma velocidad con la que un estridente relámpago nos haría parpadear.
     Tomé las cuerdas; ¡Vaya que pesaban! Y llegué al faro de luz. La tormenta había terminado tan pronto me encontré flotando al ras de la tierra -extraño suceso que me hizo pensar en que sólo había estado ahí para hacerme caer y naufragar.
Floté entonces torpemente sobre una planicie de extrañas piezas grisáceas -que se asemejaban a piedras- y sentí que me invitaban a observarlas mejor.
Me arrepiento del momento en el que mi curiosidad me empujó a asomar mi cabeza por la borda para mirar los miles de fragmentos sobre los que flotaba. Sentí náuseas, y caí presa un gran horror. Es que sencillamente no podía -o no quería- darle crédito a mis ojos. Debía de ser eso, pues mi mente aún perturbada por la tormenta y mis pupilas aún dilatadas por los repentinos golpes de luz, no estarían comprendiendo bien las imágenes que les llevaba. Pero no podía seguir engañándome: las piezas sobre las que flotaba eran cráneos y huesos humanos.
¡Lo qué daría porque la realidad hubiera sido otra! Apenas logrando avanzar entre las confusiones que azotaban mi razón, continué mi extraño viaje a no sé dónde, no sé por qué y no sé para qué.

     Tenía toda la luz que un faro me podía proporcionar, pero eso no parecía importarle a la cosa que buscaba poner mis nervios tan erizados, mantener mi respiración tan agitada, y mi mente en espera de cualquier evento que pudiera desafiar a la razón.
Todo seguía tan gris. Ahora que lo pienso, parecía que no existía otro color a mi alrededor, sólo un paisaje de tortuosamente difuminados grises. ¿Qué era ese lugar? Tan solitario, tan tenebroso. Sólo el golpear de las olas y los lejanos relámpagos rompían aquel silencio tan familiar para mis sentidos. Solté entonces las anclas, me aseguré de atar correctamente mi transporte e intenté caminar sin torcerme algún tobillo, porque eso era como una alberca de pelotas, pero sin el color que divierte a los niños. Y claro, en lugar de pelotas de colores, había huesos humanos.

     Yo no lograba entender por qué a pesar de la tormenta, a pesar de que todo estaba tan gris, y a pesar de haber estado pisando esqueletos, me sentía tranquilo; Muy cansado físicamente, pero tranquilo y relajado. Y sentía la necesidad de quedarme explorando aquel extraño lugar porque amaba la tranquilidad que sentía en ese momento. No estaba feliz, tampoco enojado, o triste, sólo disfrutaba la añorada paz de una vida azotada por dolores y culpas. Si tan solo hubiera previsto que eso exactamente era el anzuelo, la trampa... El destino se torna tan melancólico en algunas ocasiones.

     Caminando con suma dificultad, en tristes reflexiones sumergido, intentando explicarme cómo fui a encontrarme volando sobre una tormenta, me topé con un río. Bello río cristalino, de pureza inspirador y permanente fuente de consuelo. En ese momento, no desee nada más que asomarme a él, cual niño travieso, para caer víctima de sus ondulantes reflejos. Entonces me hinqué a su orilla, miré mi nublado reflejo y quise probar sus aguas. Pero debí esperar una sorpresa similar: al intentar hundir mis manos para servirme de su frescura, no logré sentir tal. Mis manos, ásperas y secas siguieron igual: ásperas y secas. Como si el río más bello jamás contemplado en realidad no estuviese ahí.
Decidí no insistir con él, pues ya era un hecho: no entendía nada.
   
     Y bastó levantar la mirada, -deseosa de llorar por la ausencia física de aquél río- para descubrir la segunda maravilla que ese hórrido escenario me proporcionaba. Cual reflejo de mis movimientos, al otro lado del inexistente río había -lo diré cómo lo creí en ese momento- un ángel. Y un ángel, como criatura portadora de una belleza únicamente comparable con la lagrima de un niño, es lo que tenía al frente mío. Sus finas facciones no hacían más que seguir las mías. De rodillas al río, con la cabeza ligeramente ladeada y sus ojos fijos en los míos, seguía mis expresiones -que, creía, no eran muchas- y miraba con claros tintes de tierna confusión y sincero amor. ¡Vaya! Ahora me doy cuenta de la efectividad con la que aquel ser reflejaba mi rostro. Pienso que sin importar el sentimiento tras sus rostro, su belleza seguiría haciéndose presente. Una vez más, indescriptible se torna la visión. ¡Cuanta ternura e inocencia reflejaba su dulce rostro! Suavemente me mostró sus alas y no hizo más que mirarme.
     Me perdí en sus ojos, de los que al referirme pienso en la combinación de estos y sus pestañas con la piel lisa y blanca que los enmarcaba. También admiraba sus rosados labios, hermosamente curvados en los extremos, con una pequeña hendidura justo a la mitad del labio superior, por debajo de la nariz. Delgada, pequeña y fina nariz, ligeramente redonda en la punta de tal forma que causaba ternura. Vestía una sábana blanca algo percudida que no le restaba belleza. El tiempo fácilmente pudo detenerse mientras contemplaba -y me contemplaba a la vez- tan maravilloso ser.
      Tal combinación de belleza e inocencia hicieron que mis ojos una lágrima cada uno soltaran. Y ahí estaban esas suaves y sentimentales caricias a mis mejillas, por mis lágrimas provocadas. El viento me hacía sentir el rastro húmedo que esas dos gotas dejaban en mi piel, y mientras una lágrima se secó en el caminó por mi rostro, la otra cayó al río -hasta ahora tan calmado, que por un espejo podría haber sido confundido- y aquel hermoso ángel, del que indudablemente había yo caído presa de sentimientos amorosos, rompió por vez primera el contacto visual, siguió tiernamente la caída de mi lágrima y miró las ondas que ésta provocó en el río. Eternas ondas cristalinas, eternamente contempladas por aquél ángel de la más dulce belleza.

      Pienso y me arrepiento por no haberme quedado compartiendo la eternidad con aquella criatura, observándola, amándola, y llorando por el simple placer de ver su tierna expresión al contemplar las ondas en el agua, por mis lágrimas provocadas. Pero no era yo quien dominaba mis acciones, así que simplemente me puse en pié, y sin dejar de ver al ángel hasta que mi cuello no pudo girar más, caminé hacia no sé qué dirección, no sé por qué y no se para qué.
      De esa manera, más perturbado y confundido que antes, caminé y caminé sin medir el tiempo -atento, lector, pues esta será la última vez que al tiempo yo me refiera, ya que de cualquier sentido había despojado a esta triste palabra- y quise volver, pero no lo hice, y quise descansar, pero no lo hice. ¡Y quise gritar y llorar! Pero ni siquiera la voz o más lágrimas me acompañaban en mi desesperación por comprender algo de lo que aquél turbado día sucedía.

      Y caminando vi, no muy lejos, un árbol -si es que, a un tronco torcido y seco con ramas que semejaban garras, se le puede llamar así- al que debí haberme acercado sin percatarme por estar hundido en los deprimentes pensamientos encargados de turbar mi mente. Y escalofríos sintió mi alma con cada detalle de aquel nuevo escenario, aún gris, aún tenebroso, pero ahora con un toque peculiar. Había algo en el ambiente que se burlaba de mí. Incluso el viento parecía malvadamente juguetón y traía cascabeles y chillidos, lamentos y risas siniestras que aceleraban mi pulso. Se divertía. Sea lo que sea, -el viento, el silencio, el árbol, las estrellas- se divertía con la cobardía que aquel espectáculo me infundía. Entonces, intentando en vano dominar los terrores de los que en ese instante era preso, vi algunas campanillas doradas de diferentes tamaños que colgaban cual frutos del aquel seco árbol.
      Todas ellas se unían en una desafinada y atroz cacofonía que podría haber retorcido los nervios más sólidos. Las estrellas titilaban siguiendo el torturarte ritmo de las campanillas, y sentía el viento como frías manos con garras que me hostigaban por todos lados del cuerpo. Percibía, con sólo respirar, las trastornadas burlas de todo lo que me rodeaba.
      Deseaba hincarme tapando mis oídos y apretando mis párpados para tranquilizar mi corazón, pero en lugar de eso, corrí al árbol y al rodearlo buscando refugio no pude menos de soltar un grito afónico por la figura que entonces vi. Pude sentir que mi corazón se detenía e incluso me arrojé al suelo cerrando fuertemente los ojos y sintiéndome despojado de toda fuerza y capacidad de raciocinio...
   
     Muy lentamente, abrí los parpados y al mismo tiempo las campanas y el viento cesaron. Todo fue silencio una vez más -tal vez nunca dejó de serlo pero mis sentidos, confundidos por el miedo que aquél lugar inspiraba, percibieron todo ese tremendo espectáculo digno de un circo espectral. Me atreví a mirar de nuevo aquella figura que me había dejado como el niño que teme porque sabe que hay un monstruo bajo su cama.

     Incrustado en la corteza del árbol había un espejo aproximadamente de mi tamaño, y la figura que vi era nada más que mi propio reflejo. ¡Cuán idiota me sentí entonces! Pero comprender que, al ser preso de tal ataque de pánico, encontrarse, donde se creía estar solo, con otra figura humana de facciones deformadas por el terror, podría ocasionar que un corazón se detuviese por algunos segundos.
     Me observé a mí mismo a través del espejo. Observaba cómo el viento -por fin quedo- hacía ondular mi cabello, mi piel había palidecido y mis ojos bien abiertos revelaban, sorprendentemente, las emociones que había vivido hasta entonces. Mis manos temblaban y había una ligera capa de sudor frío en mi frente. Pero seguí viendo mis ojos. Los miré detenidamente. Sin cabida de dudas, mis ojos, a los que la miel les compartía su dulce color, delataban la residencia de mi razón en mi bellamente perturbado corazón. Casi podía ver palpitar los sentimientos y los recuerdos que se reflejaban, ahí, en mis ojos. Contemplándolos comencé a ignorar todo cuanto había a mi alrededor, me concentré en la sangre que recorría mi cuerpo entero. Purificándose en el corazón, en aquél órgano al que se le otorga la gran responsabilidad de sentir.

      Pues entonces quise verlo. Quise ver mi corazón palpitar y lo desee como tal vez jamás desee algo más. Y casi inconscientemente, sólo con ese deseo ardiendo en mi cabeza, Me descubrí el pecho y comencé a rascar. A cada ir y venir de mi mano, enterraba más las uñas, y aplicaba más tensión en los dedos. Sólo podía pensar en mi corazón palpitando y en una borrosa escena mental donde me veía a mí mismo sosteniendo mi propio corazón, aquel que alguna vez dolió y lloró por fantasmas de presencias y también de ausencias, por pesados secretos de los que liberarme no era opción, por las lágrimas de algunos a los que creí amar, por razones absurdas y por otras que no lo eran tanto, por bellos momentos cruelmente arrebatados, culpas infundadas, y enormes marañas de mentiras...

     El pecho ardía, y yo aumentaba gradualmente la velocidad de mi hazaña. Lentamente, se fueron dejando ver primero pequeños puntos rojos en los cinco surcos que mis dedos iban dejando, después las heridas se empezaron a notar considerablemente mostrando la piel rasgada y lastimada.
      Llegado el punto en el que la piel arrancada saturaba el espacio entre mis uñas y mis dedos, y estos últimos se encontraban bañados en sangre, dejé de sentir ardor. Era como si mi propio cuerpo, deseoso de que le extrajeran el posiblemente pútrido corazón, contribuyera bloqueando la sensación del dolor que pudiera sentir. Caí de rodillas y la desesperación empezó a invadirme. Me serví entonces de la segunda mano y dejé el único sentido en el que, hasta ahora, había rasgado. Frenéticamente y sollozando por momentos, rascaba con fuerza y hacia todas direcciones con ambas manos. Ya sentía mi sangre resbalando gota a gota desde mi pecho hasta el abdomen para después perderse en mis piernas o caer al suelo. Lloraba y gritaba, no sé si por dolor o por desesperación, tal vez por ambos, pero perseguía mi meta: ¡Quiero ver mi corazón!
     Rasgaba y rasgaba, podía arrancar pequeñas fibras de músculo o piel -todo ensangrentado como estaba, no podía distinguir nada- y me topaba con el fastidioso obstáculo de los huesos. Un charco de sangre helada me rodeaba y mis manos hasta las muñecas se bañaban de ella. ¿Por qué no llego al corazón? ¿No debería ya estar aquí? ¡Dame mi corazón! ¡Dame mi corazón! -exclamaba yo a no sé quién, no sé para qué, y no sé por qué.

     Me costará describir lo que sucedió a continuación de tan sangriento hecho. Mi mente se encontraba tan trastornada y mi vista tan nublada por el cansancio y las lágrimas -más por estas últimas- que no podría jurar mi siguiente visión. Por otro lado, ocurrieron tantas cosas extrañas y fuera de cualquier cuerda razón -desde encontrarme flotando en un barco sobre una tormenta, el río, el ángel, hasta aquel árbol con su siniestro espectáculo- que procuré no sorprenderme demasiado con lo que pudiera seguir, aunque, sinceramente hubiera preferido que ya no siguiera.

     Hurgando frenéticamente en mi ensangrentado pecho, levanté la vista hacia el espejo y al momento dejé de rasgar. En el reflejo no estaba el yo sangrante y agonizante de la realidad. En su lugar estaba yo en perfecto estado, sin sangre ni lágrimas, con una sonrisa lastimosa. Él -que era yo- con la mano extendida hacia mí, me ofrecía un trozo de músculo asqueroso y retorcido, rojo y palpitante que, entendí al instante, era mi corazón. Esa era la visión que me había impulsado a abrirme el pecho, yo la había visto entre llanto y creí que la imaginaba. Entonces, contemplando aquel estático reflejo, y sintiendo punzadas de ardor en el pecho que comenzaban a aumentar su intensidad, me desvanecí, tal y como si cayera en un profundo sueño que no pude evitar, y que me invitaba a olvidar todo; No solo lo sucedido, sino en verdad, todo...


     Hoy, mientras adormilado y exhausto por apenas poder cerrar los ojos sin contemplar de nuevo aquellas visiones, escribo, no con mayor tranquilidad, que éstas escenas fueron un sueño de hace algunos años. Y digo no con mayor tranquilidad porque resulta junto a ese sueño se fueron más cosas que sólo una noche de reposo. 
     Se fue mi valentía y mi fuerza para continuar, en el barco flotante, dejándome sólo el sonido de los estruendosos relámpagos y el miedo a caer. Mi esperanza y mi fé se hundieron en aquel bello río falso, dejando mis manos ásperas, secas y vacías. Olvidé cómo amar mientras observaba al ángel más hermoso, obligándome así a admirar la belleza desde el otro lado del río, sin poder acercarme a ella. Y la paz y felicidad que deberían emanar de mi corazón, las perdí en el árbol, justo frente al espejo, dejándome únicamente el ardor en el pecho y las sangrantes heridas que yo mismo me provoqué, no sé por qué, no sé para qué, y no sé para quién.

Iän Cardoso, México DF. 2012