domingo, 22 de julio de 2012

Alguien una vez pensó - Iän Cardoso

     Un día, creí estar muerto; porque sentía poder inhalar oxígeno como no recuerdo haberlo sentido jamás. Mi pecho no se sacudía en su acostumbrada agitación, y bien pude haber jurado que yo flotaba entre las nubes. Exento de cansancio a la vez que de ansiedades, me era extraña cualquier tipo de regular dolencia. Pienso que la delicada danza de la más suave pluma soltada por la más bella ave, al caer mecida por algún quedo viento, podría ejemplar mejor que estas palabras mi sentir de aquél día.
     No debe resultar entonces sorprendente mi negación a abandonar tal estado de sosiego. Sentía frotar mis cicatrices con el ungüento del alivio, y los recuerdos parecían neblina. ¿No había buscado incansable tales sensaciones? ¿o simplemente Las Sensaciones, cualesquiera que fuesen? Como, cuando niño, observaba por prolongado tiempo la llama de una vela, su provocadora danza y las gotas de cera caliente; esas gotas tenían en particular mi atención, y solía empapar las llemas de mis dedos con aquel líquido hirviente buscando sentir algo; no me refiero al ardor en la piel, sino, a través de este, entrar en contacto con aquello que fue, para dejar de serlo, y rozar al fuego que, en su brutalidad, quema al intentar amar.
     ¡Oh, era maravilloso! ¡Inexplicable! Porque no sabía si sentía lo hermoso, o había dejado de sentir lo horrendo. ¿En realidad había muerto? ¿Es que así se siente morir? Después de todo, y al final de día, morimos para descansar; pero no necesariamente de toda una vida porque habrá situaciones que fatiguen nuestra alma incluso más que los mismos años.
     Pero ¿qué esperar al dejar de existir, sino seguir existiendo de otra manera? ciertamente yo soñaba que un muñeco de nieve cargaría mi cuerpo en sus brazos y me llevaría a ver las maravillas blancas de tal o cual mundo; o que navegaría sobre una lanchita en un mar gris para siempre. ¿Por qué no podría cada quien esperar su propio eterno final para así dejar de temer? Yo intento eso y me resulta en tiernos consuelos para mí mismo.

     El sonido amargo del claxon de algún automóvil. La lluvia llenando un recipiente. Cacofonías de una urbe. Un golpe en el hombro me regresó parcialmente a la realidad.
Ese momento parecía invisible. La gente caminaba indiferente y apresurada, sumergida en sus preocupaciones; frente a mí, por detrás mío, a mis lados... No me sorprendió del todo, pues ¿por qué alguien tendría que dejar de lado sus pensamientos para atender al desconocido que se ha petrificado en los propios? A todos les duele el corazón, sólo es que lo confunden o disfrazan.

     Así fue entonces como, ese día, desee llegar al final, experimentar más allá de todo lo que había experimentado. El egoísmo no es sorprendente en la mente humana, así que me pareció algo superfluo considerarlo.
Ese día, desee estar muerto.